Aportes teóricos y análisis
Charo Dávalos R.
En el debate acerca de la violencia y el comportamiento antisocial en las escuelas subyacen cuestiones y retos de gran alcance y con profundas implicaciones para nuestra sociedad. Después de décadas de fortísima expansión y democratización educativas, mantener y afianzar el carácter «inclusivo» de nuestros centros de enseñanza parece ser un gran desafío. Así, las medidas de atención a la diversidad, el aprendizaje de la convivencia, la educación en actitudes y valores, se muestran como prioridades irrenunciables para la educación institucionalizada.
El carácter no estrictamente académico de dichas prioridades choca, a veces incluso con dureza, con ciertas culturas profesionales dentro de la actividad docente, y aún mucho más con ciertas posiciones ideológicas en política educativa y curricular; y esto es así sobre todo en el ámbito de la educación secundaria, el tramo del sistema educativo donde siempre se concentran los grandes debates de fondo sobre la educación. El riesgo de fragmentación social y cultural, y de deterioro de la escuela pública que tales posiciones sin duda implican, hacen aún más urgente la toma de conciencia de los docentes acerca del auténtico alcance de los temas y problemas que venimos tratando.
Podríamos diferenciar entre dos grandes tipos de respuesta educativa ante el comportamiento antisocial en las escuelas. Tendríamos, por un lado, lo que llamamos respuesta global a los problemas de comportamiento antisocial (que técnicamente podría considerarse como prevención primaria) (Moreno y Torrego, 1996). Se trata de una respuesta global por cuanto toma como punto de partida la necesidad de que la convivencia (relaciones interpersonales, aprendizaje de la convivencia) se convierta y se aborde como una «cuestión de centro».
Así, el centro escolar debe analizar las cuestiones relacionadas con la convivencia —y sus conflictos reales o potenciales— en el contexto del currículo escolar y de todas las decisiones directa o indirectamente relacionadas con él. Esta respuesta global asume, por tanto, que la cuestión de la convivencia va más allá de la resolución de problemas concretos o de conflictos esporádicos por parte de las personas directamente implicadas en ellos; al contrario, el aprendizaje de la convivencia, el desarrollo de relaciones interpersonales de colaboración, la práctica de los «hábitos democráticos» fundamentales, se colocan en el centro del currículo escolar y de la estructura organizativa del centro.
A su vez, los conflictos de convivencia o, más en general, los retos cotidianos de la vida dentro de la institución, afectarían a todas las personas de la comunidad escolar —y no sólo a los directamente involucrados—, por lo que también se esperaría de todos una implicación activa en su prevención y tratamiento.
Por otro lado, como señala Pérez (1996)[1], tendríamos una respuesta más «especializada», esto es, consistente en “programas específicos” destinados a hacer frente a aspectos determinados del problema de comportamiento antisocial o a manifestaciones más concretas del mismo, que técnicamente denominaríamos prevención secundaria y terciaria. Se trata de programas más o menos ambiciosos, desarrollados por expertos, y que se vienen aplicando en centros educativos españoles desde hace años. Los cuatro que presento y describo a continuación tienen en común haber sido evaluados seriamente, quedando contrastada su eficacia.
Modelo docente para prevenir las conductas disruptivas
Entendemos que nuestra actual práctica docente se acerca a una simbiosis de los estilos conductista y constructivista. Es indudable que debemos apostar a un fuerte cambio en nuestra forma de actuar dentro del aula aventurándonos a llegar a tener un estilo docente que adopte las ideas de Paulo Freire y Edgar Morin, entre otros pedagogos contemporáneos.
El profesor debe tener el liderazgo en el aula, ya que es quien marca el ritmo, los contenidos, organiza el espacio y el tiempo, y supervisa el buen funcionamiento de la actividad. Hay actitudes, comportamientos y destrezas de los profesores que actúan de elemento disuasorio ante la disrupción, o por el contrario pueden favorecer la actitud hostil e indisciplinada de cierto alumnado. Estos factores están directamente relacionados con: la personalidad y forma de abordar la clase, su estilo de control y manejo del aula, su estilo docente y las interacciones que se producen en los procesos de aula.
La disrupción en el aula es un fenómeno complejo que a pesar de interpretarse en muchos casos como un hecho que recae en una serie de individuos, alumnos, es sin embargo un fenómeno interactivo. Así encontramos que en la búsqueda de mejoras del clima de aula hay que valorar y revisar aspectos referentes a la organización del aula, las estrategias de comunicación que se dan con cada profesor y grupo, los vínculos relacionales que se establecen entre los mismos, el ajuste curricular y las adaptaciones curriculares, las normas del aula y las rutinas que utiliza cada profesor en sus procesos de aula.
Lo antedicho se podrá llevar a la práctica desde el modelo docente al que se aspira, explicitado en el apartado anterior, con las siguientes estrategias áulicas:






















- Deseo de atención: debemos ignorar en lo posible el comportamiento y darle atención y apoyo sólo cuando actúa correctamente.
- Obtención de poder: debemos cortar la situación antes de que llegue a “mayores” y fijar un momento de encuentro a solas con el alumno y no reaccionar agresivamente en dicho momento.
- Deseo de venganza: debemos buscar las cualidades del alumno y promover su autoestima, ya que en ese caso éste tendrá menos necesidad de molestar a los demás.
· Incapacidad asumida: debemos asegurarnos que la tarea es adecuada y posible para ese educando en esa situación.




De esta manera, para crear un clima institucional que desaliente conductas indeseables y que nos permita cumplir con los objetivos pedagógicos, es necesario instaurar un entramado social que favorezca las buenas conductas, el respeto mutuo, la disciplina, el autocontrol, la responsabilidad y la corresponsabilidad. Para que todo esto sea posible, deben existir instancias donde participen todos los actores anteriormente nombrados para reflexionar juntos y llegar a acuerdos mínimos, entre otros:
· Acordar entre los docentes pautas comunes en nuestras formas de actuar (debemos tener todos un “mismo discurso”). La convivencia es una acción en sí misma, que estructura actitudes y valores.
· Cada grupo debe confeccionar un código de convivencia de la clase. Pero a su vez toda la institución debe contar con un código general creado en forma democrática, compartida y negociada, que nunca se podrá contradecir con las normativas generales y legales vigentes.
· Asimismo debemos llevar adelante acciones concretas que involucren a todos. Crear instancias atractivas que permitan el acercamiento de las familias de los estudiantes a la institución escolar, como ser: talleres, cenas, loterías, bailes, entre otras; para crear un sentido de pertenencia que revierta la valoración negativa que muchas veces éstas tienen sobre nuestra institución y que inculcan consciente o inconscientemente a sus hijos.
· Generar proyectos comunitarios, ya sea por clase, nivel o de toda la institución, que apunten a fortalecer el compromiso social de los alumnos. Las actividades de participación colectiva favorecen el desarrollo y la competencia social de los jóvenes y con ellas apostamos a modificar la actual cultura “zombie” o “light” que tanta influencia tiene en el desaliento y el desinterés que presentan nuestros niños y jóvenes.
Como sostiene Trilla[3], aspiramos a “un niño creativo que pregunte, cuestione, exija aclaraciones y plantee hipótesis novedosas. Tendrá, según Torrance las siguientes características: 1) curiosidad, formula preguntas de manera constante; 2) flexibilidad, sino encuentra solución busca enseguida otra; 3) sensibilidad ante los problemas, encuentra las lagunas en la información, las excepciones; 4) redefinición, descubre significados ocultos en lo obvio, nuevos usos para objetos comunes; 5)conciencia de sí mismo, se maneja de manera autónoma; 6) originalidad, tiene ideas poco comunes; 7) capacidad de percepción, accede fácilmente a esferas mentales que otros sólo manifiestan en sueño.”
Nuestro proyecto docente no se ve paralizado por las incertidumbres que se plantean en la “aldea global”, ni por las carencias que hacen más vulnerables a determinados sectores de la sociedad mientras que otros concentran el poder. Muy por el contrario esta realidad impulsa nuestro deseo de ser y aprender a ser aquel docente que definimos como ideal, invirtiendo un gran “derroche pedagógico” en nuestra diaria tarea, educando para la incertidumbre.
[1] PÉREZ PÉREZ, C. (1996): "La mejora del comportamiento de los alumnos a través del aprendizaje de normas”, Revista de Educación, 310, pp. 361-378.
[2] Ser asertivo es la capacidad de defender nuestros derechos y opiniones personales, respetando las opiniones y derechos de los demás.
[3] TRILLA, J. El legado pedagógico del Siglo XX para la escuela del Siglo XXI, Editorial Grao, Barcelona, España, 2001. Pág. 65.
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