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miércoles, 29 de febrero de 2012

¿La vida es un derecho disponible por el Estado?

Ensayo sobre la Pena de muerte
Charo Dávalos R.
Introducción
Este ensayo, parte de la interrogante si la vida es un derecho disponible por el Estado, en relación al tema de la pena de muerte, toda vez que su discusión suele ser parte de un contexto de intereses políticos. Pocas cuestiones despiertan hoy tanta pasión en el campo de la moral como la pena de muerte. Las sensibilidades modernas se inclinan claramente hacia su prohibición. Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando la gente y las naciones consideraban la pena de muerte útil, moral y necesaria para castigar crímenes graves. Pero ya no es así. En los últimos cincuenta años, se ha realizado un cambio fundamental de actitud con respecto a la pena de muerte. 

Desarrollo
Una de las verdades fundamentales y derecho natural e inalienable que tenemos los seres humanos es el derecho a la vida, que es, además, reconocido como derecho de primera generación, o sea un derecho natural inherente al hombre. Por ello, y sin duda alguna, la pena de muerte se considera como la sanción más grave y antigua de la historia. Este carácter de conflictivo, es debido, también, a que dicha sanción, conlleva un modo de ver la sociedad y, en particular al individuo, en especial el sujeto delincuente
Partamos de lo siguiente. Al castigar a alguien que es considerado culpable, perseguimos sobre todo tres objetivos: (1) Retribuir el daño que el culpable ha infligido a otras personas. (2) Lograr que el culpable aprenda de sus errores y, de esta manera, logre su reinserción a la sociedad. (3) Intimidar a potenciales delincuentes futuros.
La argumentación a favor de la pena de muerte se basa en el primer y el tercer objetivo: Se considera que el daño hecho es tan grande que la única retribución justa consiste en terminar con la vida del delincuente. Además, se argumenta que la pena capital ahuyentará a otras personas con las mismas intenciones. El primer argumento es problemático, pues se basa en el principio del ojo por ojo, diente por diente, es decir, en retribuir el daño causado con ese mismo daño: El niño que recibe un puñetazo devuelve otro puñetazo. Según esta lógica, un asesinato ha de ser retribuido con la ejecución y un violador debería ser violado.
Todo ello nos conduce al absurdo, pues la justicia se vería obligada a cometer los delitos que ella misma prohíbe por inhumanos. El castigo justo no implica hacer lo mismo, más bien se trata de castigar recortando la libertad del delincuente con mesura, respetando ciertos parámetros básicos que demuestran que la justicia no se rebaja al mismo nivel de la fechoría.
La opinión especializada concuerda que la pena de muerte viola 2 derechos humanos fundamentales: el derecho a la vida y el derecho a no ser sometido a penas crueles, inhumanas o degradantes, ambos reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos (Articulo 6, inc.1.Tratados Internacionales de Derechos Humanos) (Figueroa, 2008). La crueldad de la pena de muerte queda de manifiesto no sólo en la ejecución en sí, sino además en el tiempo que permanece el preso en espera de la ejecución, pensando constantemente en la inminencia de su propia muerte. Alcanza también a sus familiares, a los funcionarios encargados de su custodia y a los encargados de realizar la ejecución.
De este modo, el castigo justo respeta el derecho a la vida y la integridad física y moral del delincuente. En las cárceles, el condenado no puede ser torturado ni aislado eternamente de otras personas, por más atroz que haya sido su delito. Por supuesto, estas condiciones no están dadas en las cárceles superpobladas como las del Perú –por citar un ejemplo- donde los delincuentes más poderosos deciden sobre las vidas del resto.
Rescatamos el enfoque de las Comisiones de Bioética. Posiblemente, de los varios argumentos morales en contra de la pena de muerte uno en especial –a nuestro modo de ver- consista en considerar que los seres humanos no somos dueños de nuestra propia vida y que menos aún lo podríamos ser de la vida de los otros. No somos el fundamento de nuestro propio existir; tampoco lo son los otros, la sociedad. Esta última es una dimensión de su humanidad y se halla al servicio de todos y cada uno de los hombres y mujeres que la conforman (Lerner, 2007).
Consideremos, por otra parte, las consecuencias generales de una cultura orientada a la disposición legal de la vida y la muerte. Quitar la vida no sólo equivale a contravenir la naturaleza en general y su devenir; más allá de eso, la opción por la muerte significa también negar la esencial dignidad que tienen las personas por el simple hecho de su humanidad. La pena de muerte deniega racionalidad y libertad como posibilidades inherentes a la persona y ello se hace, finalmente, más para exaltar el poder en sus formas más primitivas que para administrar justicia. Es decir, al considerar la pena de muerte estamos ante una opción que deshumaniza el mundo para reducirlo a un universo de cosas.
En efecto, vivimos cotidianamente en un mundo de cosas; por ello, debemos empeñarnos en evitar que la existencia humana se considere como una cosa más. Cuando ello ocurre, ya todo límite queda vencido, sobrepasado, y el hombre se convierte en verdugo del hombre.
Otro argumento importante a considerar en contra de la pena de muerte es la imperfección humana. Todos los seres humanos, incluyendo a la prensa, los jueces y testigos, están sujetos a cometer errores. Por lo tanto, siempre existe la posibilidad de que una persona inocente sea condenada a muerte, lo cual es un hecho irreversible. Aunque sólo haya un inocente entre cien culpables: Esa muerte no se podría justificar. En vista de esta posibilidad, la pena privativa de libertad resulta preferible, pues ésta no es irreversible. La ejecución de un ser humano nunca es un acto de justicia sino de venganza y por lo tanto un fracaso de la Administración de Justicia. Tampoco es un elemento disuasorio para prevenir el crimen; antes bien, es un castigo cruel que legitima implícitamente el uso de la violencia desde el Estado.
 Por lo tanto, la autoridad pública, el Estado, debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse. Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
En conclusión: abogar a favor de la pena de muerte, ya se trate de su promulgación o de permanencia en un sistema penal dado, es lógicamente inconsistente con la racionalidad ética de nuestro tiempo. La pena capital corresponde a una cierta acepción de justicia, pero a una justicia que es insuficiente como principio para ordenar la sociedad, porque no toma en cuenta la dignidad de la persona. Considero que la oposición a la pena de muerte es ante todo un deber ético, porque el derecho a la vida está íntimamente ligado a la dignidad de la persona y este debe ser absolutamente inviolable, lo cual nos permite concluir que el Estado no puede darse ese derecho de disponer de la vida.

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